«I told you I was trouble», dijo oculta tras una gran cortina de humo gris. Fumaba, con la mano derecha, cigarrillos Ideal mientras con la otra jugaba a balancear su Santa Teresa de 1796 en círculos. Dos hielos y bien cargado; poco tardé en darme cuenta que, más que costumbre, era pura rutina. No temblaba al hablar, ni siquiera sé hasta que punto seguía el hilo de nuestra conversación. Entre tanta indiferencia descruzó sus finas piernas y aprovechó para deshacerse de la colilla. Como siempre, falló el tiro quedando la mitad en la mesa y la otra, en el borde del cenicero. «You should be stronger than me», me recriminó señalándome con rabia. Fue entonces cuando su silueta empezó a definirse. Llevaba un vestido rojo liso con topos blancos, de cintura ajustada y unos tacones de vértigo. Su escote rozaba el descaro, pero sólo dios sabe con qué elegancia lo vestía.
Al incorporarse, la música empezó a apoderarse de su cuerpo. Siempre sensual, bailaba con movimientos ligeros de hombros y de cabeza. Aretha Franklin resonaba fuerte en nuestras cabezas y en la del centenar de personas, aproximadamente, que acudieron ese mismo día al The Hawley Arms. Aunque no lo parezca mi silencio estaba más que justificado. Sabía que esta podía ser la última vez. No bastaba con mirarla 10 segundos, necesitaba horas. Horas y muchas cervezas. Nunca sabré cuantas fueron.
Recuerdo que, de repente, el tempo de unas maracas abrieron paso en la sala dispuestas a dejarla reinar entre la multitud. Lo ví venir, era el momento, así que cerré los ojos. «Well sometimes I go out by myself, and I look across the water», confesó con un canto angelical. Su voz era el terciopelo más caro de todo el Reino Unido, todo un tesoro nacional. Se levantó decidida a abandonar nuestra pequeña mesa redonda del rincón. «And I think of all the things, what you’re doing. And in my head I paint a picture», cantaba mientras se acercaba al escenario mimando cada una de sus frases con dulces gestos y una implacable expresión facial.
Lo curioso fue que no dejó de mirarme ni un segundo; una mirada fría. Tenía los ojos pintados al estilo felino: una raya negra pasada de largo y de gran grosor. Color café de media noche que no te deja dormir.
Dos hombres subieron rápidamente un taburete al escenario; y de mientras, en la barra, una mujer le preparó otro Santa Teresa. Entendí que me tocaba acercarle su pitillera y el chivato de polvo blanco nuclear. El ambiente adquiría progresivamente un filtro vintage mientras corría una brisa de los 50’s.
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